Fe y Obras

No hablar de la muerte… ¡mata!

 

 

17.08.2017 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

 

Se ruega, antes que nada, que las personas que no crean en el más allá, no sigan leyendo. Y es que, como dijo San Agustín, “para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”. Y esto, que es una gran verdad, legitima que, al menos, nos dirijamos a los que sí crean, a los que tengan la seguridad de que no estamos en el mundo por casualidad sino porque Dios ha querido y que, por tanto, tiene preparado mucho bien para aquellos que creen en su Creador.

Pues bien, el título de este artículo pudiera parecer algo extraño porque ¿qué tiene que ver no hablar de la muerte y la muerte misma? Tristemente, tiene mucho y muchísimo que ver.

¿Qué supone hablar de la muerte?

En primer lugar, que la misma está puesta en nuestra vida desde el mismo momento que nacemos.

Esto, dicho así, cualquiera lo sabe. No hay nada de nuevo en eso y, por decirlo pronto, todo el ser humano cree en eso.

Entonces, si eso es así, ha de haber algo más.

Podemos decir que lo que hay de más aquí es lo que supone la misma o, mejor, qué pasa después de lo que todos tenemos claro nos va a acaecer. Ahí está el meollo de todo esto. Y ahí está la causa de la preocupación que manifestamos con el hecho de que no se hable mucho de la muerte siendo, como es, hermana nuestra.

Nosotros, cuando morimos, dejamos de existir en cuanto cuerpo. Y decimos en cuanto cuerpo porque nuestra alma, que es inmortal... ¡lo es y sigue existiendo!

Sobre esto ya podemos imaginar el decir, aquí, de parte de los incrédulos. Pero, como decimos arriba, esto no va para ellos. Ya se darán cuenta, para tu terrible realidad, qué pasa cuando se den cuenta de que el Infierno existe…

Bueno. Pues, para los demás, para los que sí creemos en lo que pasa tras la muerte (no es que lo sepamos en su concreción personal, pero sabemos que algo sí pasa con nuestra alma) nos vendría la mar de bien que se nos dijera (por parte de quien puede hacer eso) que al momento de la muerte no se puede llegar de cualquiera forma. Es decir, que hay formas y formas de encarar tal momento.

En general, podemos decir que hay dos: bien y mal.

Bien y mal quiere decir que, hasta el preciso momento de dejar de existir (hasta la última centésima de nuestra vida terrena) podemos merecer o, lo que es lo mismo, podemos poner, en nuestro corazón, buenas cosas.

Eso quiere decir que, también, podemos poner una mala carga, algo que luego nos pueda pesar sin remedio alguno. Y es que, tras nuestra muerte, no hay remedio a lo malo ni podemos mejorar lo bueno. Se ha acabado, terminado, finiquitado, el tiempo de poder merecer.

Nos conviene, por tanto, que se nos hable con toda claridad de qué es lo que podemos, debemos, hacer, pensar o no pensar, decidir o no decidir o, en resumidas cuentas, cuál de ser nuestra actitud en la vida. Y es que no es lo mismo que sea una u otra. Aquí todo cuenta; y cuenta todo y más que todo.

Si no se nos habla de lo que, tras la muerte, acaecerá con toda seguridad (a saber, nuestro Juicio Particular) ante el Tribunal de Dios, es más que probable que creamos que nada pasa y que, de una forma o de otra, iremos al Cielo, al Infierno o al Purgatorio-Purificatorio. Y ahí está inscrito un error más que grave.

Sí, sin duda alguna, nuestra alma, que es inmortal, irá al Cielo, al Infierno o al Purgatorio-Purificatorio. Pero no deberíamos dudar nunca que no es lo mismo un lugar que otro. No lo es ni nada por el estilo.

Predicar de la muerte, pues, es sembrar el miedo. No al final de la vida terrena (que, comparada con la vida eterna, es nada de nada en cuanto a tiempo) sino a lo que vendrá después. Y eso sólo se debe hacer dejando bien claro lo que es el Infierno y, por tanto, lo que nunca debemos hacer o dejar de hacer si es que no queremos acabar en las fauces de Satanás. Y eso, como es fácil imaginar, no se hace con dulzuras ni con azúcares sino con amarguras que deben estar puestas sobre la mesa.

Seguramente, más de uno piense que ahora, en verano, no está muy bien hablar o escribir de estas cosas. Pero quien eso crea debería pensar que ahora mismo, ahora, podría morir y, entonces, lamentaría que alguien no le hubiera dicho qué es lo que más le convenía en cuanto a la vida de su alma que, como sabemos, se unirá a nuestro cuerpo (de una forma que ignoramos pero que creemos será así) cuando llegue la resurrección de la carne. Y ahora, que nada tiene remedio, no dudará más: hubiera sido mejor que se le hubiera dicho, en vida, que Dios es bueno pero que, también, es justo.

Y es que, sin duda alguna, no hablar de la muerte como debe ser hablado, mata. Y mata, como diría Santa Teresa de Jesús sobre la Gloria (en cuanto a su duración) para siempre, siempre, siempre.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net