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Si después de la muerte no hay nada ¿para qué amar al prójimo?

Pero si existe una vida eterna ¿Qué tendríamos que hacer?

 

Francisco Rodríguez Barragán | 18.05.2017


 

La regla de oro del evangelio, y de la ética en general, dice que cada cual tiene que amar al prójimo como a sí mismo. Esta regla se ha formulado en forma positiva: trata a los demás como quisieras ser tratado o en forma negativa: no hagas a otro lo no quisieras que te hicieran a ti.

En una sociedad tan competitiva como la nuestra no resulta fácil llevarla a la práctica ya que muy a menudo queremos para nosotros más y mejores ventajas que para los demás, máxime si se trata de puestos, riquezas o fama.

La cuestión más importante sería que cada cual se planteara seriamente su destino, pues si pensamos que todo termina con la muerte, cualquier esfuerzo ético carece de sentido. Si después de esta vida no hay otra mejor: Comamos y bebamos que mañana moriremos, pero si portamos en nosotros una semilla de inmortalidad todo cambia. Si la vida que hemos recibido es única y tiene un valor eterno, lo más importante es que sepamos vivirla con plenitud y ayudemos a los demás en la misma tarea de alcanzar la vida eterna.

Es Cristo, que murió y resucitó, quien puede enseñarnos el camino de la vida eterna y nos dice algo chocante: el que pretenda ganar su vida la perderá, pero el que la pierda por mí la ganará, pues de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma.

Perder la vida por Cristo es negarse a sí mismo, tomar cada uno su cruz y seguirlo. Todo lo contrario de lo que nos ofrece el mundo: no  negarse sino afirmarse frente a todo, incluso frente a Dios, cuya existencia se pone en duda y tomar la cruz, aceptar la cruz ya es raro cuando lo que el mundo nos ofrece es huir del dolor, gozar de los placeres, coronarnos de flores. ¿Cómo vamos a compartir el dolor de los que sufren, las necesidades de los pobres, el clamor de los desposeídos, de los desheredados de la tierra?

Sin la perspectiva de la vida eterna todos los esfuerzos humanos resultan inútiles. Llevamos miles de años tratando de organizar el mundo, pero no cesan los problemas, ni las guerras, ni los odios, al contrario, se promueven conductas criminales, los más inocentes son asesinados en el vientre de sus madres, las familias se desintegran, la droga, la pornografía, el vicio campan a lo ancho del mundo.

Cristo nos dice que él es el camino, la verdad y la vida, pero pocos se lo creen y actúan en consecuencia. Se intenta un Nuevo Orden Mundial en el que se redefinan el papel de los sexos, de los familias, de las religiones que en definitiva será cercenar nuestros derechos y nuestras libertades a cambio de “otros derechos, otras libertades” en una gigantesca dictadura de lo políticamente correcto, de unos estados omnipotentes pero incapaces de darnos ninguna esperanza para después de la muerte. A lo más que llegan es a ofrecernos una muerte rápida, la eutanasia, a la que llaman con el eufemismo de muerte digna.

Ojalá fuéramos capaces de reaccionar sin demora y confiar más en Dios que en la democracia, más en la vida eterna que en la ONU. Amar al prójimo como a uno mismo sería: si yo busco el reino de Dios, también quiero que los demás lo encuentren.

 

Francisco Rodríguez Barragán