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Leer de nuevo a Platón y admirar a Sócrates

 

Me alegro de conservar libros viejos para leerlos otra vez y huir de los telediarios

 

 

 

Francisco Rodríguez Barragán | 14.03.2022


 

 

En esta barahúnda constante en la que todos combaten a todos, en la que todos dicen verdades y mentiras respecto a la política tanto nacional como internacional, ¿cómo podré orientarme?

Hastiado de tanto telediario teledirigido desde el gobierno o al servicio de unos pocos adinerados, opté por refugiarme en la lectura de los diálogos de Platón y poner atención a la Apología de Sócrates, incansable buscador de la verdad y condenado por ello a beber la cicuta, veneno que no rechazó tomar para ser consecuente con su postura de ciudadano comprometido con los atenienses que él trataba de educar y no de corromper a la juventud, como fue acusado.

En las frecuentes disputas que se entablaban en la plaza pública de Atenas Sócrates conseguía dejar en ridículo a los sofistas y su relativismo moral, mientras defendía que la virtud consiste en el conocimiento del bien, para lo que es imprescindible conocerse a sí mismo.

Mientras que la mayoría, antes y ahora, busca en primer lugar lo que los beneficia, Sócrates buscaba siempre la verdad. Vivir en la verdad no es fácil y si demuestras que otros están en el error, error que defienden en la medida que los favorece, es seguro que buscarán la ruina de Sócrates y le denunciarán ante el Areópago, tribunal encargado de resolver los problemas entre los ciudadanos.

La acusación que presentaron fue que corrompía a la juventud y no creía en los dioses de la ciudad, precisamente cuando lo que trataba era de educarlos en la búsqueda de la verdad.

Pero la verdad siempre es peligrosa y quienes mandan parecen más interesados en entretenerlos con juegos y deportes y hasta con ideas libertinas y corruptoras que en impartirles una exigente educación moral.

Ante el tribunal Sócrates interroga hábilmente a sus acusadores y les echa en cara que si le han visto caer en alguna corrupción podrían haberle advertido directamente. Como además le acusan de no creer en los dioses ni en el sol ni la luna, su acusador cae en ridículo.

Pero Sócrates es consciente de que sus preguntas habían dejado en ridículo a muchos atenienses y así lo confiesa ante sus jueces y añade que en su obrar no hace cálculos interesados, solo se pregunta si es justa o no su acción.

Por una exigua mayoría el tribunal condena a Sócrates y éste responde al tribunal que ya lo esperaba, pero que lo extraño es que sea una exigua mayoría la que lo condene por lo que sus acusadores debían admitir ello como una derrota.

La condena es a muerte, pero el condenado arguye que, si la merece por haber desdeñado fama y honores, llevar una vida tranquila y desdeñar lo que la mayor parte de los hombres desean sobre todas las cosas, o sea la fortuna, los intereses privados, en cambio, él ha querido persuadir a sus conciudadanos de que se ocupasen menos de lo que les pertenece que de ellos mismos, con objeto de que se volviesen mejores y tan razonables como fuese posible, lo que merecería una buena recompensa para quien, como él, ha empleado su tiempo en exhortar a sus conciudadanos a ser justos.

Sócrates aceptará la muerte, no buscará escapar de la ciudad y beberá la cicuta dando el mayor ejemplo de ciudadanía.

No parece que los políticos que cada día vemos en las redes sociales se acerquen, ni de lejos, a Sócrates. Claro que hoy se enseñan otras cosas.

 

 

Francisco Rodríguez Barragán